viernes, 2 de junio de 2017

Kumonosu-jō / Trono de sangre (1957)


El trabajo de William Shakespeare ha conocido múltiples adaptaciones al cine, ajustadas a la sensibilidad o interpretación del director en cada caso. En esta ocasión vamos a hablar sobre la primera de tres películas de Akira Kurosawa inspiradas por el bardo de Avon. Trono de sangre cuenta la historia de Macbeth, trasladada de Escocia al antiguo Japón. Luego de una dura batalla contra un señor "feudal" o daimyo rebelde, los generales Washizu Taketoki (Toshiro Mifune) y Miki Yoshiteru (Akira Kubo) se pierden en lo profundo de un bosque. Allí se encuentran con un espíritu clarividente, que explicará los posibles destinos de cada uno. Como se ve, se mantienen ciertos elementos, como las figuras de Macbeth y Banquo y su estatus social. Sin embargo, las brujas que predicen el destino del protagonista son troqueladas por un espíritu en una jaula. En todo caso, la historia prosigue relativamente fiel a la obra de teatro. Temáticamente, la película está emparentada con trabajos posteriores del director, como Kagemusha (1980) y Ran (1985). De hecho, ésta segunda es una adaptación del Rey Lear. 


Lo que esta película comparte con las antes mencionadas, es el énfasis en la desolación y el nihilismo que Kurosawa siempre ha asociado con la guerra. Esto se ve, de forma más obvia, en los últimos momentos de la película, donde se muestra el sitio donde se erigió el castillo de Washizu (el "Castillo de la Tela de Araña" que el título implica), abandonado con el paso del tiempo. Este epílogo no se encuentra en la obra original, la cual supone que la muerte de Macbeth, el rey usurpador, paranoico y tiránico, es suficiente para restaurar el orden que éste ha roto. Para Kurosawa, este orden no existe como tal, más bien el conflicto bélico es presentado como carente de sentido. Esta diferencia no implica que la película no reproduzca a su manera los momentos más importantes de la obra, entre ellos la arremetida del bosque de Dunsinane, el asesinato de Duncan (aquí lord Tsuzuki, interpretado por Takamaru Sasaki) y la locura de lady Asaji (estupenda Isuzu Yamada en el papel de lady Macbeth). El ritmo de la cinta es deliberado, paciente, al menos hasta los exabruptos de Mifune o las escenas de batalla, evidentemente inspirado por las cadencias del teatro noh, algo que también se verifica en las expresiones faciales de los personajes.


La película contrasta momentos de gran intimidad, como aquel en el cual Asaji convence a Taketoki de matar a su señor (con una lanza, no con un cuchillo), con otros espectaculares, como el final. Probablemente uno de los finales más impactantes de la historia del cine. Sin embargo, la película no es melodramática, y carece de discursos o monólogos propios de la obra de Shakespeare. En cierto modo, el lenguaje no resulta tan relevante como lo sería en una obra del bardo, en su lugar cobrando importancia los gestos (aún mínimos, como el arrastrar de un kimono por el suelo de madera) y la puesta en escena. En este caso, el clima y el entorno natural son utilizados para ilustrar presagios ominosos. Por ejemplo, la tormenta en la segunda visita de Taketoki al bosque, o una bandada de pájaros en la sala del trono. Cualquiera que busque una reproducción fidedigna de los diálogos más famosos de la obra (¿Es un cuchillo lo que veo frente a mí?) quedará decepcionado. Aquí la tragedia y el sinsentido son canalizadas a través de la dirección y el decorado. Kurosawa, como casi siempre, sobrepasa las expectativas en estos casos. Véase si no, su uso de la niebla al principio de la película o los planos secuencia que permiten absorber con quietud y reflexión cada escena.
                               

Puede que no sea mi película favorita de Shakespeare o de Kurosawa, pero Trono de sangre es un buen ejemplo de la maestría del director nipón detrás de la cámara, tanto para orquestar enormes acontecimientos bélicos, como para presentar momentos impactantes que atañen a unos pocos personajes. Es una expresión, además, de su doble expresividad como artista: por un lado, su humanismo y oposición a conflictos bélicos sin propósito (algo común al arte japonés de posguerra) y por otro, su entendimiento del costado perverso de la naturaleza humana, destinada a incitar enemistades y catástrofes en el nombre de la ambición. Todo esto, al servicio de una historia clásica que muestra el sabor agridulce del poder, sobre todo si a él se le accede de forma violenta.


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